sábado, marzo 24, 2012

Genuflexión digestiva


Mi padre arrastraba hacía varios lustros una depresión galopante que le había invadido como un parásito inextirpable. Eso, unido a sus costumbres espartanas, le hacía aparecer ante el mundo como una verdadera sombra acongojada. Cuando regresaba del trabajo, comía junto a mi madre y después se retiraba a la penumbra de su dormitorio. Era la hora de su siesta, una especie de prolongación de su habitual talante de galápago maniático. Yo ya era adolescente, aunque cuatro años menor que mi hermana. Nuestra rebeldía ante el horror cotidiano era la gota que colmaba el vaso de la absoluta inestabilidad emocional de aquella casa, bien adobada con la subnormalidad del hermano mediano.

Movido por esa actitud de denuncia crítica, un día espié a mi padre en esa hora de silencio obligatorio. Estaba arrodillado en el suelo, de espaldas a la puerta, con los brazos apoyados en la cama. Ante mi protesta laica, sabedor ya de que mi padre era un católico ferviente y guardaba un cilicio en los cajones del armario, mi madre tuvo que poner los puntos sobre las íes: se trataba de una genuflexión digestiva y no piadosa, porque en esa postura expulsaba mejor los pedos.

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