viernes, diciembre 10, 2010

Muertes

Hay muertes que no necesitan ser matadas
muertes ocultas, muertes ignoradas
como el cuchillo sucio de una primavera helada.

viernes, noviembre 19, 2010

La epopeya de Gil Gámez

En el interior del cerebro defectuoso de Gil Gámez había una terna de verdades inmutables, de esas que no se pueden extraer ni mediante terapia electro-convulsiva. La primera: para comprobar si alguien es un buen dibujante, basta con pedirle que plasme un botijo en el papel; si parece un botijo, la cosa va bien. La segunda: para asegurarse de que esa persona es un dibujante de primera fila, hay que hacerle trazar unas tijeras abiertas: si son susceptibles de cerrarse, la prueba está superada. Y la tercera: si un hombre acatarrado se siente bien cuidado por alguien que no sea su madre, es que ha llegado a un nivel peligroso de fiebre o está enamorado.

Gil Gámez se empeñaba en repetir a todos los internos que, gracias a sus dotes de investigador del alma humana, había podido discernir siempre quién dibujaba medianamente bien, quién era un verdadero figura en el arte del lápiz o cuál era el motivo de que un interno constipado (siempre había algún interno constipado) aguantase más de cinco minutos a la cuidadora de turno. Como estaba en régimen abierto, en cuanto se veía a dos manzanas del sanatorio sacaba una tiza del bolsillo y se dedicaba a llenar las paredes de botijos. O lo que él creía botijos. Nunca se le habría ocurrido dibujar tijeras, porque en un programa de televisión había oído decir que cuando estaban abiertas daban mal fario. Y él ya tenía bastante mala suerte.

Dentro del psiquiátrico no le permitían dibujar, porque el equipo médico tenía la certeza de que eso incrementaría sus fijaciones. Así que se consagraba a la redacción de epopeyas. Más concretamente, a la repetición de epopeyas, porque siempre contaba la misma historia, con muy pocas variantes, antes de tirar las hojas de papel rotas a la taza del váter. La denominación de epopeya que él mismo atribuía a sus narraciones le venía dada por los delirios de grandeza que le habían llevado a cobrar su pensión vitalicia: aunque nunca dibujó unas tijeras, sabía que él era capaz de realizarlas como el mejor.

Realmente, Gil Gámez contaba una y otra vez su propia vida, aunque ya no sabía si era la suya o la de un antiguo conocido. De cómo cuando cumplió los quince años sintió que nunca podría querer a nadie más que a aquella farmacéutica que le recomendó, textualmente, “acostarse a sudar y tener buenos sueños”. De cómo no la había vuelto a ver nunca más, pero ninguna otra mujer le había transmitido tanto calor y tanta poesía. Ni siquiera su madre, a la que degolló con ternura para aplacar sus deseos incestuosos. De cómo una vez enterradas las tijeras, la terrible visión de unos dioses inconcretos le llevó a recorrer el mundo dando clases de dibujo y pintura para ganarse la vida. Pero las voces de los dioses eran cada vez más fuertes y no había diluvios que aplacasen su sed (ni botijos). Sólo el haloperidol conseguía mantenerlo convenientemente atontado. Y una sesión mensual de electroshock.

La nueva enfermera estaba ya informada de los delirios de Gil Gámez. Cuando se acercó a administrarle su dosis de antipsicóticos, notó que el paciente la miraba con cejas de interrogación. A la segunda pastilla, Gil Gámez empezó a toser, a sonarse los mocos, a estornudar, a sentir que le dolían las articulaciones. Los dioses inconcretos ya no gritaban, pero le insinuaban claramente que esa mujer era la farmacéutica de sus sueños, que había llegado para rescatarle de esa vida mitológica desdibujada con tijeretazos de parricidio, malos tragos en botijos de un barro ancestral, y un sudor que transformó el rictus de su muerte en una sonrisa plácida, aplacados ya para siempre los síntomas de su resfriado.

martes, agosto 10, 2010

El hombre sin criterio

Cuando hacía examen de conciencia, acababa convencido de que su espíritu sólo se alimentaba de vagas intuiciones. Desde muy joven se propuso ser diferente a los demás, pero siempre lo había conseguido hacia afuera, nunca ante sí mismo. Poseía una buena capacidad comprensiva lectora y dominaba el arte menor de la redacción literaria. Lograba elegir las mejores maderas y moldeaba figuras reconocibles. Con su cámara de fotos siempre daba con el enfoque perfecto, pero sus paisajes carecían de alma. De un lienzo en blanco extraía con el pincel buenas imitaciones de las cosas, que no destacaban de las de otros miles de pintores aficionados. No contaba con la chispa del genio, esa que diferencia a los verdaderos artistas.

Ante una novela, un cuadro o una película, se esforzaba por dejar clara su opinión, evidenciar un punto de vista crítico y razonado que pensaba que no tenía. Y cuando tras grandes esfuerzos excretores lograba dar a luz cualquier creación, le poseía la seguridad íntima de que no valía la pena desde ningún punto de vista. No se daba cuenta de que esa era la prueba de que su problema no era la falta de criterio, sino el pánico social: sabía dar a cada cosa su valor, pero estaba tan derrotado por la vida que cualquier atisbo de lucha le transformaba en un ser insignificante, retraído, perdido, muerto. Bastaba con que otro diese su opinión para que se tambalease la que él había urdido.

Hacía varios meses que ya ni siquiera intentaba escribir relatos, tallar figuras, fotografiar paisajes, pintar bodegones. Consideraba que su esfuerzo era equiparable al de sacar la bolsa de basura. Y el estercolero estaba ya a rebosar, no era cuestión de contribuir a su colapso. Dedicaba su tiempo a repasar la obra de los grandes genios, quizás para encontrar la clave secreta que los había inspirado, o puede que para reafirmarse en su más certera convicción: la de que no tenía ningún papel asignado en el drama de los grandes apóstoles. Su proceso de autodestrucción seguía milimétricamente los pasos de la vida, y había que fijarse mucho para poder distinguir la parsimonia salvaje que le dirigía a la muerte. Nadie las nombraba, pero esos pájaros negros que graznaban más allá de la ventana eran urracas.

Todavía le quedaban años de respirar, sudar, hacer crujir sus vértebras cervicales. Y los pasaría encerrado en la angustia terrible del amanecer sin grito, en la amabilidad de la ausencia, en la clara lucidez de su propia mediocridad. Ese criterio certero que le definía y que estaba convencido de no poseer.

sábado, marzo 27, 2010

Nunca, nadie

El frío
que nunca sientes
por los pecados
incandescentes
que nadie cometió.

viernes, marzo 05, 2010

Cancioncilla

Quiero sonarme los ojos otra vez
quiero sonarme los ojos otra vez
poder ponerme en pie
poder ponerme en pie
y sonarme los ojos otra vez.