viernes, noviembre 19, 2010

La epopeya de Gil Gámez

En el interior del cerebro defectuoso de Gil Gámez había una terna de verdades inmutables, de esas que no se pueden extraer ni mediante terapia electro-convulsiva. La primera: para comprobar si alguien es un buen dibujante, basta con pedirle que plasme un botijo en el papel; si parece un botijo, la cosa va bien. La segunda: para asegurarse de que esa persona es un dibujante de primera fila, hay que hacerle trazar unas tijeras abiertas: si son susceptibles de cerrarse, la prueba está superada. Y la tercera: si un hombre acatarrado se siente bien cuidado por alguien que no sea su madre, es que ha llegado a un nivel peligroso de fiebre o está enamorado.

Gil Gámez se empeñaba en repetir a todos los internos que, gracias a sus dotes de investigador del alma humana, había podido discernir siempre quién dibujaba medianamente bien, quién era un verdadero figura en el arte del lápiz o cuál era el motivo de que un interno constipado (siempre había algún interno constipado) aguantase más de cinco minutos a la cuidadora de turno. Como estaba en régimen abierto, en cuanto se veía a dos manzanas del sanatorio sacaba una tiza del bolsillo y se dedicaba a llenar las paredes de botijos. O lo que él creía botijos. Nunca se le habría ocurrido dibujar tijeras, porque en un programa de televisión había oído decir que cuando estaban abiertas daban mal fario. Y él ya tenía bastante mala suerte.

Dentro del psiquiátrico no le permitían dibujar, porque el equipo médico tenía la certeza de que eso incrementaría sus fijaciones. Así que se consagraba a la redacción de epopeyas. Más concretamente, a la repetición de epopeyas, porque siempre contaba la misma historia, con muy pocas variantes, antes de tirar las hojas de papel rotas a la taza del váter. La denominación de epopeya que él mismo atribuía a sus narraciones le venía dada por los delirios de grandeza que le habían llevado a cobrar su pensión vitalicia: aunque nunca dibujó unas tijeras, sabía que él era capaz de realizarlas como el mejor.

Realmente, Gil Gámez contaba una y otra vez su propia vida, aunque ya no sabía si era la suya o la de un antiguo conocido. De cómo cuando cumplió los quince años sintió que nunca podría querer a nadie más que a aquella farmacéutica que le recomendó, textualmente, “acostarse a sudar y tener buenos sueños”. De cómo no la había vuelto a ver nunca más, pero ninguna otra mujer le había transmitido tanto calor y tanta poesía. Ni siquiera su madre, a la que degolló con ternura para aplacar sus deseos incestuosos. De cómo una vez enterradas las tijeras, la terrible visión de unos dioses inconcretos le llevó a recorrer el mundo dando clases de dibujo y pintura para ganarse la vida. Pero las voces de los dioses eran cada vez más fuertes y no había diluvios que aplacasen su sed (ni botijos). Sólo el haloperidol conseguía mantenerlo convenientemente atontado. Y una sesión mensual de electroshock.

La nueva enfermera estaba ya informada de los delirios de Gil Gámez. Cuando se acercó a administrarle su dosis de antipsicóticos, notó que el paciente la miraba con cejas de interrogación. A la segunda pastilla, Gil Gámez empezó a toser, a sonarse los mocos, a estornudar, a sentir que le dolían las articulaciones. Los dioses inconcretos ya no gritaban, pero le insinuaban claramente que esa mujer era la farmacéutica de sus sueños, que había llegado para rescatarle de esa vida mitológica desdibujada con tijeretazos de parricidio, malos tragos en botijos de un barro ancestral, y un sudor que transformó el rictus de su muerte en una sonrisa plácida, aplacados ya para siempre los síntomas de su resfriado.