martes, agosto 10, 2010

El hombre sin criterio

Cuando hacía examen de conciencia, acababa convencido de que su espíritu sólo se alimentaba de vagas intuiciones. Desde muy joven se propuso ser diferente a los demás, pero siempre lo había conseguido hacia afuera, nunca ante sí mismo. Poseía una buena capacidad comprensiva lectora y dominaba el arte menor de la redacción literaria. Lograba elegir las mejores maderas y moldeaba figuras reconocibles. Con su cámara de fotos siempre daba con el enfoque perfecto, pero sus paisajes carecían de alma. De un lienzo en blanco extraía con el pincel buenas imitaciones de las cosas, que no destacaban de las de otros miles de pintores aficionados. No contaba con la chispa del genio, esa que diferencia a los verdaderos artistas.

Ante una novela, un cuadro o una película, se esforzaba por dejar clara su opinión, evidenciar un punto de vista crítico y razonado que pensaba que no tenía. Y cuando tras grandes esfuerzos excretores lograba dar a luz cualquier creación, le poseía la seguridad íntima de que no valía la pena desde ningún punto de vista. No se daba cuenta de que esa era la prueba de que su problema no era la falta de criterio, sino el pánico social: sabía dar a cada cosa su valor, pero estaba tan derrotado por la vida que cualquier atisbo de lucha le transformaba en un ser insignificante, retraído, perdido, muerto. Bastaba con que otro diese su opinión para que se tambalease la que él había urdido.

Hacía varios meses que ya ni siquiera intentaba escribir relatos, tallar figuras, fotografiar paisajes, pintar bodegones. Consideraba que su esfuerzo era equiparable al de sacar la bolsa de basura. Y el estercolero estaba ya a rebosar, no era cuestión de contribuir a su colapso. Dedicaba su tiempo a repasar la obra de los grandes genios, quizás para encontrar la clave secreta que los había inspirado, o puede que para reafirmarse en su más certera convicción: la de que no tenía ningún papel asignado en el drama de los grandes apóstoles. Su proceso de autodestrucción seguía milimétricamente los pasos de la vida, y había que fijarse mucho para poder distinguir la parsimonia salvaje que le dirigía a la muerte. Nadie las nombraba, pero esos pájaros negros que graznaban más allá de la ventana eran urracas.

Todavía le quedaban años de respirar, sudar, hacer crujir sus vértebras cervicales. Y los pasaría encerrado en la angustia terrible del amanecer sin grito, en la amabilidad de la ausencia, en la clara lucidez de su propia mediocridad. Ese criterio certero que le definía y que estaba convencido de no poseer.