sábado, marzo 24, 2012

Genuflexión digestiva


Mi padre arrastraba hacía varios lustros una depresión galopante que le había invadido como un parásito inextirpable. Eso, unido a sus costumbres espartanas, le hacía aparecer ante el mundo como una verdadera sombra acongojada. Cuando regresaba del trabajo, comía junto a mi madre y después se retiraba a la penumbra de su dormitorio. Era la hora de su siesta, una especie de prolongación de su habitual talante de galápago maniático. Yo ya era adolescente, aunque cuatro años menor que mi hermana. Nuestra rebeldía ante el horror cotidiano era la gota que colmaba el vaso de la absoluta inestabilidad emocional de aquella casa, bien adobada con la subnormalidad del hermano mediano.

Movido por esa actitud de denuncia crítica, un día espié a mi padre en esa hora de silencio obligatorio. Estaba arrodillado en el suelo, de espaldas a la puerta, con los brazos apoyados en la cama. Ante mi protesta laica, sabedor ya de que mi padre era un católico ferviente y guardaba un cilicio en los cajones del armario, mi madre tuvo que poner los puntos sobre las íes: se trataba de una genuflexión digestiva y no piadosa, porque en esa postura expulsaba mejor los pedos.

Volando en calma


El ruido del vuelo era casi imperceptible. En el interior del avión todo era calma. Los pasajeros parecían dormidos, y en el puesto de mando los pilotos permanecían en silencio. Las azafatas no se paseaban por los pasillos. Hacía varias horas que nadie pedía agua, ni una almohada, ni un whisky. En el aeropuerto empezaron a preocuparse. El aterrizaje estaba previsto a las nueve, y eran ya más de las once. El avión seguía dibujando círculos. Los intentos de comunicación habían resultado fallidos. El gato que solía recostarse al sol, cerca de las escaleras de acceso a la torre de control, levantaba las orejas con movimientos nerviosos. Cuando por fin se estrelló el aparato, los enfermeros del Samur encontraron entre los restos del fuselaje y los cadáveres unos cuantos cientos de escorpiones vivos.

Las turbulencias desordenaron el equipaje en el interior de la bodega. El contenedor de seguridad que contenía a los animales se rompió, y consiguieron abrirse paso hasta la cabina del pasaje. Nadie murió al tomar tierra. Ninguno de los ocupantes del avión estaba vivo cuando se produjo el accidente.