¿No crees que es más importante leer que vestir?
¿No crees que es más importante follar que comer?
Oh, yo sí
Tantos mercaderes intentando encontrar el negocio ideal
Tantos líderes escondiendo sus vergüenzas con discursos
Tantas almas perdidas buscando algo de cariño
Y mientras la ciudad arde, tú miras hacia el infinito
Y yo me masturbo con la mano que te da de comer
Y las entrañas de los animales sacrificados
Alimentan un nuevo odio universal que florece
Un nuevo odio universal que dará buenos resultados
Porque todos los hijos de puta acabarán destruidos
Y el sol brillará por encima de sus cadáveres
Oh, yo sí disfrutaré entonces
Mientras, camino chapoteando por los campos de mierda
Que nos han preparado las generaciones anteriores
¿No crees hermoso el chirriar de dientes de las masas descerebradas?
¿No crees que lo bello y lo superfluo libran la última batalla?
Oh, yo sí
Alzarán sus manos los niños desheredados y gritarán más fuerte que nunca
Para que los oigan en los confines exóticos
Para que los adultos putrefactos se desintegren al sentir sangre nueva
Y todos los violines del universo rasguen al unísono sus cuerdas
Y todas las travesías sean una sola
Mirando hacia el horizonte de sucesos donde nada sucede
Mirando las galaxias a las que no importa nada
Y por fin todos los supervivientes en un abrazo antifascista
Sepamos construir las cabañas de hueso que nos cobijen renovados
¿No crees que Caín era Dios disfrazado?
¿No crees que los extrarradios están construidos para esconder el veneno?
Oh, yo sí
Cien mil años de historia no bastan para aprender
martes, octubre 19, 2021
jueves, mayo 23, 2019
¿Quién dice la verdad, quién miente?
¿Quién dice la verdad, quién miente?
¿Quién sabe responder a todas las preguntas?
¿Quién, con el alma en la mano,
es capaz de encontrar la respuesta adecuada,
sin querer ocultar los pies tras la maleza,
mostrándose descalzo, dispuesto a claudicar,
abriendo su inocencia a los ojos que escrutan?
Los magos y los lobos, al son de sus instintos,
bailan mientras los perros contemplamos sin ver.
Gigantes que en la masa sólo somos hormigas,
semillas de cicuta dispuesta a envenenar,
eslabones de un ciclo quizás ribonucleico,
movidos por el miedo, sujetos al azar,
encadenados todos al devenir del tiempo
y pasando del blanco al negro de la muerte.
¿Quién dice la verdad, quién miente?
¿Quién sabe responder a todas las preguntas?
Cabalgamos en grupo trotando sin destino,
creyéndonos los mitos de la inmortalidad,
hasta que la esperanza revienta y nos salpica
con su sopa de agua sin liofilizar.
Detectamos que el mundo, el demonio y la carne
son sólo teorías, simbología de humo,
arquetipos vacíos, recetas sin salar,
termómetros con dientes que nos atacan fieros
devolviéndole al polvo la oración sin rezar.
¿Quién dice la verdad, quién miente?
Las verdades murieron antes de haber nacido:
nos quedan la palabra, el asfalto y el mar.
sábado, marzo 24, 2012
Genuflexión digestiva
Mi
padre arrastraba hacía varios lustros una depresión galopante que le había
invadido como un parásito inextirpable. Eso, unido a sus costumbres espartanas,
le hacía aparecer ante el mundo como una verdadera sombra acongojada. Cuando
regresaba del trabajo, comía junto a mi madre y después se retiraba a la
penumbra de su dormitorio. Era la hora de su siesta, una especie de
prolongación de su habitual talante de galápago maniático. Yo ya era
adolescente, aunque cuatro años menor que mi hermana. Nuestra rebeldía ante el
horror cotidiano era la gota que colmaba el vaso de la absoluta inestabilidad
emocional de aquella casa, bien adobada con la subnormalidad del hermano
mediano.
Movido
por esa actitud de denuncia crítica, un día espié a mi padre en esa hora de
silencio obligatorio. Estaba arrodillado en el suelo, de espaldas a la puerta,
con los brazos apoyados en la cama. Ante mi protesta laica, sabedor ya de que
mi padre era un católico ferviente y guardaba un cilicio en los cajones del
armario, mi madre tuvo que poner los puntos sobre las íes: se trataba de una
genuflexión digestiva y no piadosa, porque en esa postura expulsaba mejor los
pedos.
Volando en calma
El
ruido del vuelo era casi imperceptible. En el interior del avión todo era
calma. Los pasajeros parecían dormidos, y en el puesto de mando los pilotos
permanecían en silencio. Las azafatas no se paseaban por los pasillos. Hacía
varias horas que nadie pedía agua, ni una almohada, ni un whisky. En el
aeropuerto empezaron a preocuparse. El aterrizaje estaba previsto a las nueve,
y eran ya más de las once. El avión seguía dibujando círculos. Los intentos de
comunicación habían resultado fallidos. El gato que solía recostarse al sol,
cerca de las escaleras de acceso a la torre de control, levantaba las orejas
con movimientos nerviosos. Cuando por fin se estrelló el aparato, los
enfermeros del Samur encontraron entre los restos del fuselaje y los cadáveres
unos cuantos cientos de escorpiones vivos.
Las
turbulencias desordenaron el equipaje en el interior de la bodega. El
contenedor de seguridad que contenía a los animales se rompió, y consiguieron
abrirse paso hasta la cabina del pasaje. Nadie murió al tomar tierra. Ninguno
de los ocupantes del avión estaba vivo cuando se produjo el accidente.
jueves, marzo 17, 2011
Arrastrador
Un coche ardía hace unos meses bajo mi ventana
la misma que quise usar para suicidarme en 2003
cuando el Huerva se desbordó y todo lo demás
Están reculando mis instintos proxenetas
quizás pronto volveré a decirle al taxista
que pare para vomitar en la acera de Pilatos
Las voces que me hablan a la nuca
ya no repiten tanto su letanía de descuartizamientos
y cada vez juego más a ser el embalsamador
Me rompo las uñas escarbando
para ver si encuentro aliento bajo el estiércol
y vuela una luciérnaga entre la sangre
la misma que quise usar para suicidarme en 2003
cuando el Huerva se desbordó y todo lo demás
Están reculando mis instintos proxenetas
quizás pronto volveré a decirle al taxista
que pare para vomitar en la acera de Pilatos
Las voces que me hablan a la nuca
ya no repiten tanto su letanía de descuartizamientos
y cada vez juego más a ser el embalsamador
Me rompo las uñas escarbando
para ver si encuentro aliento bajo el estiércol
y vuela una luciérnaga entre la sangre
viernes, febrero 04, 2011
Ripios dialogados anacolutos
Haz de tu capa un sayo,
le dijo un capitán a su lacayo.
Si obedezco, capitán,
demasiadas cabezas rodarán.
Mientras no ruede la mía,
tu respuesta es una pura tontería.
No tan tonta mi respuesta,
ahora que tu testa está en la cesta.
le dijo un capitán a su lacayo.
Si obedezco, capitán,
demasiadas cabezas rodarán.
Mientras no ruede la mía,
tu respuesta es una pura tontería.
No tan tonta mi respuesta,
ahora que tu testa está en la cesta.
viernes, diciembre 10, 2010
Muertes
Hay muertes que no necesitan ser matadas
muertes ocultas, muertes ignoradas
como el cuchillo sucio de una primavera helada.
muertes ocultas, muertes ignoradas
como el cuchillo sucio de una primavera helada.
viernes, noviembre 19, 2010
La epopeya de Gil Gámez
En el interior del cerebro defectuoso de Gil Gámez había una terna de verdades inmutables, de esas que no se pueden extraer ni mediante terapia electro-convulsiva. La primera: para comprobar si alguien es un buen dibujante, basta con pedirle que plasme un botijo en el papel; si parece un botijo, la cosa va bien. La segunda: para asegurarse de que esa persona es un dibujante de primera fila, hay que hacerle trazar unas tijeras abiertas: si son susceptibles de cerrarse, la prueba está superada. Y la tercera: si un hombre acatarrado se siente bien cuidado por alguien que no sea su madre, es que ha llegado a un nivel peligroso de fiebre o está enamorado.
Gil Gámez se empeñaba en repetir a todos los internos que, gracias a sus dotes de investigador del alma humana, había podido discernir siempre quién dibujaba medianamente bien, quién era un verdadero figura en el arte del lápiz o cuál era el motivo de que un interno constipado (siempre había algún interno constipado) aguantase más de cinco minutos a la cuidadora de turno. Como estaba en régimen abierto, en cuanto se veía a dos manzanas del sanatorio sacaba una tiza del bolsillo y se dedicaba a llenar las paredes de botijos. O lo que él creía botijos. Nunca se le habría ocurrido dibujar tijeras, porque en un programa de televisión había oído decir que cuando estaban abiertas daban mal fario. Y él ya tenía bastante mala suerte.
Dentro del psiquiátrico no le permitían dibujar, porque el equipo médico tenía la certeza de que eso incrementaría sus fijaciones. Así que se consagraba a la redacción de epopeyas. Más concretamente, a la repetición de epopeyas, porque siempre contaba la misma historia, con muy pocas variantes, antes de tirar las hojas de papel rotas a la taza del váter. La denominación de epopeya que él mismo atribuía a sus narraciones le venía dada por los delirios de grandeza que le habían llevado a cobrar su pensión vitalicia: aunque nunca dibujó unas tijeras, sabía que él era capaz de realizarlas como el mejor.
Realmente, Gil Gámez contaba una y otra vez su propia vida, aunque ya no sabía si era la suya o la de un antiguo conocido. De cómo cuando cumplió los quince años sintió que nunca podría querer a nadie más que a aquella farmacéutica que le recomendó, textualmente, “acostarse a sudar y tener buenos sueños”. De cómo no la había vuelto a ver nunca más, pero ninguna otra mujer le había transmitido tanto calor y tanta poesía. Ni siquiera su madre, a la que degolló con ternura para aplacar sus deseos incestuosos. De cómo una vez enterradas las tijeras, la terrible visión de unos dioses inconcretos le llevó a recorrer el mundo dando clases de dibujo y pintura para ganarse la vida. Pero las voces de los dioses eran cada vez más fuertes y no había diluvios que aplacasen su sed (ni botijos). Sólo el haloperidol conseguía mantenerlo convenientemente atontado. Y una sesión mensual de electroshock.
La nueva enfermera estaba ya informada de los delirios de Gil Gámez. Cuando se acercó a administrarle su dosis de antipsicóticos, notó que el paciente la miraba con cejas de interrogación. A la segunda pastilla, Gil Gámez empezó a toser, a sonarse los mocos, a estornudar, a sentir que le dolían las articulaciones. Los dioses inconcretos ya no gritaban, pero le insinuaban claramente que esa mujer era la farmacéutica de sus sueños, que había llegado para rescatarle de esa vida mitológica desdibujada con tijeretazos de parricidio, malos tragos en botijos de un barro ancestral, y un sudor que transformó el rictus de su muerte en una sonrisa plácida, aplacados ya para siempre los síntomas de su resfriado.
Gil Gámez se empeñaba en repetir a todos los internos que, gracias a sus dotes de investigador del alma humana, había podido discernir siempre quién dibujaba medianamente bien, quién era un verdadero figura en el arte del lápiz o cuál era el motivo de que un interno constipado (siempre había algún interno constipado) aguantase más de cinco minutos a la cuidadora de turno. Como estaba en régimen abierto, en cuanto se veía a dos manzanas del sanatorio sacaba una tiza del bolsillo y se dedicaba a llenar las paredes de botijos. O lo que él creía botijos. Nunca se le habría ocurrido dibujar tijeras, porque en un programa de televisión había oído decir que cuando estaban abiertas daban mal fario. Y él ya tenía bastante mala suerte.
Dentro del psiquiátrico no le permitían dibujar, porque el equipo médico tenía la certeza de que eso incrementaría sus fijaciones. Así que se consagraba a la redacción de epopeyas. Más concretamente, a la repetición de epopeyas, porque siempre contaba la misma historia, con muy pocas variantes, antes de tirar las hojas de papel rotas a la taza del váter. La denominación de epopeya que él mismo atribuía a sus narraciones le venía dada por los delirios de grandeza que le habían llevado a cobrar su pensión vitalicia: aunque nunca dibujó unas tijeras, sabía que él era capaz de realizarlas como el mejor.
Realmente, Gil Gámez contaba una y otra vez su propia vida, aunque ya no sabía si era la suya o la de un antiguo conocido. De cómo cuando cumplió los quince años sintió que nunca podría querer a nadie más que a aquella farmacéutica que le recomendó, textualmente, “acostarse a sudar y tener buenos sueños”. De cómo no la había vuelto a ver nunca más, pero ninguna otra mujer le había transmitido tanto calor y tanta poesía. Ni siquiera su madre, a la que degolló con ternura para aplacar sus deseos incestuosos. De cómo una vez enterradas las tijeras, la terrible visión de unos dioses inconcretos le llevó a recorrer el mundo dando clases de dibujo y pintura para ganarse la vida. Pero las voces de los dioses eran cada vez más fuertes y no había diluvios que aplacasen su sed (ni botijos). Sólo el haloperidol conseguía mantenerlo convenientemente atontado. Y una sesión mensual de electroshock.
La nueva enfermera estaba ya informada de los delirios de Gil Gámez. Cuando se acercó a administrarle su dosis de antipsicóticos, notó que el paciente la miraba con cejas de interrogación. A la segunda pastilla, Gil Gámez empezó a toser, a sonarse los mocos, a estornudar, a sentir que le dolían las articulaciones. Los dioses inconcretos ya no gritaban, pero le insinuaban claramente que esa mujer era la farmacéutica de sus sueños, que había llegado para rescatarle de esa vida mitológica desdibujada con tijeretazos de parricidio, malos tragos en botijos de un barro ancestral, y un sudor que transformó el rictus de su muerte en una sonrisa plácida, aplacados ya para siempre los síntomas de su resfriado.
martes, agosto 10, 2010
El hombre sin criterio
Cuando hacía examen de conciencia, acababa convencido de que su espíritu sólo se alimentaba de vagas intuiciones. Desde muy joven se propuso ser diferente a los demás, pero siempre lo había conseguido hacia afuera, nunca ante sí mismo. Poseía una buena capacidad comprensiva lectora y dominaba el arte menor de la redacción literaria. Lograba elegir las mejores maderas y moldeaba figuras reconocibles. Con su cámara de fotos siempre daba con el enfoque perfecto, pero sus paisajes carecían de alma. De un lienzo en blanco extraía con el pincel buenas imitaciones de las cosas, que no destacaban de las de otros miles de pintores aficionados. No contaba con la chispa del genio, esa que diferencia a los verdaderos artistas.
Ante una novela, un cuadro o una película, se esforzaba por dejar clara su opinión, evidenciar un punto de vista crítico y razonado que pensaba que no tenía. Y cuando tras grandes esfuerzos excretores lograba dar a luz cualquier creación, le poseía la seguridad íntima de que no valía la pena desde ningún punto de vista. No se daba cuenta de que esa era la prueba de que su problema no era la falta de criterio, sino el pánico social: sabía dar a cada cosa su valor, pero estaba tan derrotado por la vida que cualquier atisbo de lucha le transformaba en un ser insignificante, retraído, perdido, muerto. Bastaba con que otro diese su opinión para que se tambalease la que él había urdido.
Hacía varios meses que ya ni siquiera intentaba escribir relatos, tallar figuras, fotografiar paisajes, pintar bodegones. Consideraba que su esfuerzo era equiparable al de sacar la bolsa de basura. Y el estercolero estaba ya a rebosar, no era cuestión de contribuir a su colapso. Dedicaba su tiempo a repasar la obra de los grandes genios, quizás para encontrar la clave secreta que los había inspirado, o puede que para reafirmarse en su más certera convicción: la de que no tenía ningún papel asignado en el drama de los grandes apóstoles. Su proceso de autodestrucción seguía milimétricamente los pasos de la vida, y había que fijarse mucho para poder distinguir la parsimonia salvaje que le dirigía a la muerte. Nadie las nombraba, pero esos pájaros negros que graznaban más allá de la ventana eran urracas.
Todavía le quedaban años de respirar, sudar, hacer crujir sus vértebras cervicales. Y los pasaría encerrado en la angustia terrible del amanecer sin grito, en la amabilidad de la ausencia, en la clara lucidez de su propia mediocridad. Ese criterio certero que le definía y que estaba convencido de no poseer.
Ante una novela, un cuadro o una película, se esforzaba por dejar clara su opinión, evidenciar un punto de vista crítico y razonado que pensaba que no tenía. Y cuando tras grandes esfuerzos excretores lograba dar a luz cualquier creación, le poseía la seguridad íntima de que no valía la pena desde ningún punto de vista. No se daba cuenta de que esa era la prueba de que su problema no era la falta de criterio, sino el pánico social: sabía dar a cada cosa su valor, pero estaba tan derrotado por la vida que cualquier atisbo de lucha le transformaba en un ser insignificante, retraído, perdido, muerto. Bastaba con que otro diese su opinión para que se tambalease la que él había urdido.
Hacía varios meses que ya ni siquiera intentaba escribir relatos, tallar figuras, fotografiar paisajes, pintar bodegones. Consideraba que su esfuerzo era equiparable al de sacar la bolsa de basura. Y el estercolero estaba ya a rebosar, no era cuestión de contribuir a su colapso. Dedicaba su tiempo a repasar la obra de los grandes genios, quizás para encontrar la clave secreta que los había inspirado, o puede que para reafirmarse en su más certera convicción: la de que no tenía ningún papel asignado en el drama de los grandes apóstoles. Su proceso de autodestrucción seguía milimétricamente los pasos de la vida, y había que fijarse mucho para poder distinguir la parsimonia salvaje que le dirigía a la muerte. Nadie las nombraba, pero esos pájaros negros que graznaban más allá de la ventana eran urracas.
Todavía le quedaban años de respirar, sudar, hacer crujir sus vértebras cervicales. Y los pasaría encerrado en la angustia terrible del amanecer sin grito, en la amabilidad de la ausencia, en la clara lucidez de su propia mediocridad. Ese criterio certero que le definía y que estaba convencido de no poseer.
sábado, marzo 27, 2010
viernes, marzo 05, 2010
Cancioncilla
Quiero sonarme los ojos otra vez
quiero sonarme los ojos otra vez
poder ponerme en pie
poder ponerme en pie
y sonarme los ojos otra vez.
quiero sonarme los ojos otra vez
poder ponerme en pie
poder ponerme en pie
y sonarme los ojos otra vez.
miércoles, diciembre 02, 2009
lunes, agosto 10, 2009
25 años
¿Por qué conservo el olfato?
¿Por qué aún tengo ojos de gato?
¿Por qué sigo caminando,
por qué aún me ducho cantando?
Si llevo veinticinco años
fumando cual carretero,
¿por qué mi voz se conserva,
por qué no sueno ya a perro?
Me he convertido en un zombi
que arrastra sus pensamientos
esperando que me encuentren
el cáncer de ligamentos.
¿Por qué aún tengo ojos de gato?
¿Por qué sigo caminando,
por qué aún me ducho cantando?
Si llevo veinticinco años
fumando cual carretero,
¿por qué mi voz se conserva,
por qué no sueno ya a perro?
Me he convertido en un zombi
que arrastra sus pensamientos
esperando que me encuentren
el cáncer de ligamentos.
sábado, agosto 16, 2008
Animales muertos
Caracoles hinchados con jeringuillas de agua destilada hasta hacerlos explotar. Perros mutilados en orgías de sangre con música sincopada. Peces de colores que agonizan al fondo de estanques abandonados al sol durante meses. Gatos con la cabeza aplastada por la puerta de la cocina empujada por el niño. Caballos blancos ahogados por las bridas, que echan bilis por la boca. Traqueotomías de delfines que expulsan espuma anaranjada bajo las aletas. Ratas aún calientes con los intestinos desparramados en el sótano de la demolición. Corderos que balan en el matadero al recibir la descarga eléctrica. Caldo de cucaracha con las patas aún moviéndose bajo la suela del zapato de una virgen. Sangre de gorriones en la alambrada. Una madre canguro salta enloquecida con su cría envenenada en la bolsa. El coche del capitán general de la tercera región militar es un amasijo de hierros y pedacitos de cerebro. Uno de sus dedos es encontrado por una vieja en la fuente del parque, donde beben los caracoles y los perros.
Mamíferos
La organización social de los zorros es semejante a la de algunos humanos. Frecuentan la noche, se aparean con todas las hembras a su alcance y desconfían de cualquier minúsculo cambio en su entorno. Se mueven en manadas pero viven en solitario. No tienen conciencia, ni gusto artístico, ni refinamiento en la alimentación. Se esconden en sus madrigueras cuando huelen el peligro y persiguen a sus pequeñas presas cuando están seguros de ganar. Las zorras cuidan de sus cachorros, se acicalan constantemente, y adecentan sus escondrijos para la nueva camada. Zorros pelados y próximos a la muerte rechazan climaterios anticipando la ronda de las estaciones, que desde su pequeña vida juzgan eterna.
Mamuts congelados
Mamuts congelados en bloques de hielo gigantescos. Conservados perfectamente desde hace miles de años. Con sus pieles y sus colmillos tremendos intactos. Les brillan los ojos.
Mamuts congelados en cuadros de pintores insignes. Conservados perfectamente desde hace cientos de años. Con sus pieles y sus colmillos tremendos intactos.
Mamuts congelados en la retina de espectadores admirados. Conservados perfectamente durante las últimas horas.
La historia del arte no es la historia de la vida, sólo mamuts congelados. La vida es peor.
Mamuts congelados en cuadros de pintores insignes. Conservados perfectamente desde hace cientos de años. Con sus pieles y sus colmillos tremendos intactos.
Mamuts congelados en la retina de espectadores admirados. Conservados perfectamente durante las últimas horas.
La historia del arte no es la historia de la vida, sólo mamuts congelados. La vida es peor.
La cena pospuesta
El hombre permanece inmóvil dentro del armario. Su madre le espera para cenar, pero el marido de su amante ha llegado de improviso y ahora está cenando con ella. Se le ha dormido una pierna y piensa que su madre y su amante no son tan distintas. Pasan las horas, el matrimonio mira la televisión. El hombre del armario tiene todo el cuerpo entumecido. Un dolor sordo lo recorre e intuye que su madre y su amante son la misma persona. El matrimonio llega al dormitorio, y cuando ella pregunta a su marido que por qué no ha cenado, el hombre comprende que no está en un armario sino en un espejo.
Trágico capilar
Hay un pelo en la barbilla que está sin afeitar. Hay una roca a punto de caer de la ladera. Hay una carretera y un coche solitario. Hay cientos de muertos en la radio y una mujer bellísima casi dormida en el asiento sin volante. Hay, de vez en cuando, un gesto con el dedo, la uña rasgando la barbilla. La mujer muestra al ladearse su escote infinito y anochece y crepita la ladera y la roca se despeña y la radio transmite otra hornada de muertos y el pelo de la barbilla vuela arrancado afuera del coche. Parece que el crepúsculo trae un viento frío. Hay unos niños que esperan y una orfandad que se quiere hermanar con una noche trágica. Pero la roca cae en el arcén y sólo aplasta al pelo.
domingo, marzo 16, 2008
Soneto asonante número 1
Si se parecen la caspa y la ceniza
no sorprende que cosas tan dispares
como el cobre o el brillo de los mares
nos dañen tan adentro, tan deprisa
El dolor escuece a veces con su risa
pero otras pasa lento con sus males.
Permanece -y da igual que lo apuñales-
inamovible, arriba en su repisa
El sistema linfático fluyendo
el páncreas destilando los desechos
y la muerte tan viva destruyendo
Esta calle de estómagos maltrechos
donde moran Penélope y Don Mendo
se llama yo y está presa en mi pecho
no sorprende que cosas tan dispares
como el cobre o el brillo de los mares
nos dañen tan adentro, tan deprisa
El dolor escuece a veces con su risa
pero otras pasa lento con sus males.
Permanece -y da igual que lo apuñales-
inamovible, arriba en su repisa
El sistema linfático fluyendo
el páncreas destilando los desechos
y la muerte tan viva destruyendo
Esta calle de estómagos maltrechos
donde moran Penélope y Don Mendo
se llama yo y está presa en mi pecho
Tanto por tan poco
Huyes, hoyas,
cubres pocas
nubes locas
-muñecotas-
...bulles, lloras.
Subes boyas,
tules rosas,
pules cosas,
-cruces rotas-
...muñes botas.
Dulces notas
lucen hoscas,
fumen conchas
-tú, melosa-
...sufren todas.
cubres pocas
nubes locas
-muñecotas-
...bulles, lloras.
Subes boyas,
tules rosas,
pules cosas,
-cruces rotas-
...muñes botas.
Dulces notas
lucen hoscas,
fumen conchas
-tú, melosa-
...sufren todas.
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