El
ruido del vuelo era casi imperceptible. En el interior del avión todo era
calma. Los pasajeros parecían dormidos, y en el puesto de mando los pilotos
permanecían en silencio. Las azafatas no se paseaban por los pasillos. Hacía
varias horas que nadie pedía agua, ni una almohada, ni un whisky. En el
aeropuerto empezaron a preocuparse. El aterrizaje estaba previsto a las nueve,
y eran ya más de las once. El avión seguía dibujando círculos. Los intentos de
comunicación habían resultado fallidos. El gato que solía recostarse al sol,
cerca de las escaleras de acceso a la torre de control, levantaba las orejas
con movimientos nerviosos. Cuando por fin se estrelló el aparato, los
enfermeros del Samur encontraron entre los restos del fuselaje y los cadáveres
unos cuantos cientos de escorpiones vivos.
Las
turbulencias desordenaron el equipaje en el interior de la bodega. El
contenedor de seguridad que contenía a los animales se rompió, y consiguieron
abrirse paso hasta la cabina del pasaje. Nadie murió al tomar tierra. Ninguno
de los ocupantes del avión estaba vivo cuando se produjo el accidente.
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