Mi
padre arrastraba hacía varios lustros una depresión galopante que le había
invadido como un parásito inextirpable. Eso, unido a sus costumbres espartanas,
le hacía aparecer ante el mundo como una verdadera sombra acongojada. Cuando
regresaba del trabajo, comía junto a mi madre y después se retiraba a la
penumbra de su dormitorio. Era la hora de su siesta, una especie de
prolongación de su habitual talante de galápago maniático. Yo ya era
adolescente, aunque cuatro años menor que mi hermana. Nuestra rebeldía ante el
horror cotidiano era la gota que colmaba el vaso de la absoluta inestabilidad
emocional de aquella casa, bien adobada con la subnormalidad del hermano
mediano.
Movido
por esa actitud de denuncia crítica, un día espié a mi padre en esa hora de
silencio obligatorio. Estaba arrodillado en el suelo, de espaldas a la puerta,
con los brazos apoyados en la cama. Ante mi protesta laica, sabedor ya de que
mi padre era un católico ferviente y guardaba un cilicio en los cajones del
armario, mi madre tuvo que poner los puntos sobre las íes: se trataba de una
genuflexión digestiva y no piadosa, porque en esa postura expulsaba mejor los
pedos.